El Jardín de Rosas era tan hermoso y traicionero como su señora, después de todo él lo sabía mejor que nadie. Dulce como el vino, intoxicante y venenoso; no era más que un muchacho inocente e ignorante cuando había puesto por primera vez el pie en aquel jardín maldito y se había perdido para siempre en sus aromas sugerentes. La Reina del Jardín le había recibido mimosa como los suaves pétalos de sus rosas, pero al igual que en sus flores sus espinas eran afiladas y traicioneras. El beso dulce e intoxicante se había transformado en un mordisco y no fue hasta que sintió los fríos colmillos rasgar su piel como veneno que comprendió que estaba perdido. No había salida del Jardín de Rosas, todo lo atrapaba en su inmortal belleza.
La sangre tiñó la palidez de una piel blanca, joven y tersa; y las rosas bebieron sedientas y se vistieron de carmesí para festejar su llegada.
-Ahora habrás de jugar conmigo la eternidad- le había dicho la Niña de Blanco con una sonrisa inocente y ojos de invierno.
Sus labios vestidos con el rojo de la sangre.
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