Me enamoré de un hombre cuyos ojos solo miraban a otra mujer, la sombra de un amor que ya no pertenecía a este mundo. Tal vez por ello, por aquella mirada embrujada por el dolor y el vacío de la pérdida, aquel amor incondicional que desafiaba a la misma muerte, fue por lo que quedé cautivada. Más que del hombre, de la pasión que profesaba, de la profunda herida de su alma, del deseo secreto de ser amada con tal intensidad y devoción.
Recuerdo su figura solitaria paseando junto al río cada noche. Recuerdo su espalda recortándose contra el horizonte. Parecía tan abatida y triste cuando los últimos rayos del sol se ponían sobre ella... que mis brazos inconscientemente salían a buscarle. Y a pesar de que nunca me miraba le daba consuelo con mi cuerpo, a pesar de que sus ojos buscaban en mí a una mujer muerta, a pesar de que sus labios nunca pronunciaban mi nombre... porque en secreto anhelaba ser amada como tan solo él sabía amar, soñaba con un amor perenne.
Sabía que antes o después me rompería, víctima de mi propia codicia, pero no podía dejar de seguirlo con la mirada y cuando cerraba los ojos aún lo veía, como si su solitaria silueta se hubiera grabado a fuego en mi retina. Y poco a poco lo iba conociendo, el ritmo de sus pasos y la ternura de sus caricias, cada pequeño detalle de cada una de sus manías y cuanto más lo conocía más lo amaba y cuanto más lo amaba más deseaba que aquella mirada vacía, pérdida en un infinito que yo nunca podría alcanzar, se volviera a mirarme, aunque fuera por solo un instante, que solo fuera mía. Y cuanto más anhelaba más moría.
Mirando atrás supongo que realmente lo quería, a aquel hombre que me daba la espalda cada atardecer en busca de una mujer que nunca volvería.
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