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viernes, 9 de septiembre de 2011

Secretos en lo profundo

Recordaba vagamente que entre la fuerte fragancia de las rosas se filtraba fugitivo un suave aroma a jazmín, tan leve e insignificante que tan solo sus agudos sentidos inmortales hubieran podido captarlo. Por alguna razón desconocida aquella ínfima fragancia le resultó intoxicante. La primera vez que la había seguido fue cuando encontró el secreto del jardín. En lo más profundo de un laberinto bordeado por frondosos rosales y espinos se alzaba un roble que parecía tan viejo como la señora de su jardín. Los jazmines crecían en torno a su tronco, lo abrazaban y amenazaban con ahogarlo con una cascada de fragantes florecillas blancas. Y de él colgaba un viejo columpio construido con gruesas enredaderas y adornado con ramilletes de jazmines. Y en él se balanceaba la Niña de Blanco siempre descalza, con sus bucles dorados al viento y el vuelo vaporoso de su vestido claro. Vista así parecía la más inocente de las criaturas, limpia como las primeras nieves de invierno, pura como los ángeles que nunca descienden del cielo... Una visión ilusoria. 

La Niña de Blanco bajó la vista y sus miradas se encontraron y se entrelazaron como viejas compañeras. Lo que vio en aquellos ojos cristalinos fue una oleada de emociones que no creía capaz existieran en aquella pequeña de cáscara cruel. Aquellos ojos celestes lo miraron cautivos de la soledad, torturados por la tristeza, embrujados por el lamento...

Todo hubiera sido mucho más fácil si nunca hubiera visto aquellos ojos cargados de tormento.



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