La Niña de Blanco le susurró con una voz tan dulce como la miel palabras tan afiladas como puñaladas y rió al ver su rostro atormentado por la culpa. El cuerpo de su última víctima yacía roto sobre el césped, pálido, frío, vacío... carente de vida. Cuando bajó el rostro vio sus propias manos manchadas de sangre, sus ropas salpicadas de carmesí... y se asqueó de si mismo cuando voraz se llevó los dedos a los labios y lamió con avidez. Sintió horror y nauseas y su cabeza comenzó a dar vueltas enloquecida por el tintineante sonido de una risa conocida.
Con un rugido se arrancó la camisa y la arrojó sobre el cuerpo, para que cubriera aquel rostro inexpresivo que desde el suelo lo acusaba de su muerte. La Niña de Blanco volvió a susurrar palabras crueles y él se dejó caer de rodillas y se cubrió los oídos con las manos como un loco. Pero en vano, las palabras que escapaban de aquellos dulces labios se clavaban en su mente y profundizaban en su conciencia.
Había intentado recordar sus rostros y sus vidas, atesorar los recuerdos fugaces de sus víctimas, pero ya hacía tiempo que había perdido la cuenta y los rostros comenzaban a difuminarse en su memoria, los ojos a confundirse con otros ojos. ¿Cuánto tiempo había pasado en aquel maldito Jardín de Rosas? ¿Días? ¿Meses? ¿Tal vez años? Era imposible saberlo en aquel jardín donde las rosas florecían todo el año y con aquella niña de mirada adulta que jamás envejecía. Y ahora tampoco él. ¿Cuál era su nombre? ¿Cómo había sido su vida? ¿Por qué había llegado a aquel lugar sin tiempo? No lo recordaba. Hacía tiempo ya que era otro eterno prisionero del jardín y sus rosas.
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