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jueves, 8 de septiembre de 2011

5- Cita con El Destino

La oscuridad era negra, fría e indolora. Sobretodo indolora, carente de emociones ni sensaciones, flotando en ella se sentía liviana.

Estaba sola en medio de una habitación sumida en la penumbra. El suelo, el techo e incluso las paredes eran todas negras y en aquella cueva no había luz. En cierto momento se dio cuenta de que no se encontraba en un cuarto de paredes, techo y suelo negro, sino que no había ni techo, ni suelo, ni paredes y flotaba en la nada, en un espacio sin luz y sin sombra, sin frío ni calor... incapaz de escapar. No veía, no oía, no sentía... todo lo que había era aquella insondable oscuridad como si hubiera perdido cada uno de sus sentidos y como si nunca los fuera a recuperar. Se abrazó las rodillas en posición fetal y se dejo girar y girar en aquella nada sin sentidos. Y de pronto lo comprendió: Estaba muerta y más allá no había nada, absolutamente nada más que ella misma y poco a poco se desvanecería su propia consciencia hasta olvidarse de si misma y de que alguna vez existió.

Rose despertó de golpe en la cama, aterrorizada y cubierta de sudor frío. El corazón le latía a mil por hora, tanto que parecía estar a punto de escapársele por la garganta. Y en un abrir y cerrar de ojos un rostro hermoso e inmortal se inclinaba sobre ella, el cabello negro despeinado y las facciones afiladas suavizadas por la preocupación.

-¿Estás bien?-preguntó Marcus en un susurro quedo, su voz quebrada por el miedo.

De sus padres adoptivos siempre había sido el más sobreprotector. Y es que si para cualquier vampiro la existencia humana era breve y frágil como el cristal, para Marcus ella era como una muñeca de porcelana, siempre a punto de quebrarse y siempre estaba atento al más leve cambio en el ritmo de su respiración, en los latidos de su corazón, en el tono de su voz... Desde que tenía memoria cada vez que despertaba asustada tras un mal sueño, el vampiro estaba sobre ella, con aquel bello y severo rostro compungido, teñido de un temor sin nombre arraigado en lo más profundo de su propia existencia.

-Estoy bien-murmuró Rose improvisando una sonrisa- Solo era una pesadilla.

Marcus la observó con los ojos entrecerrados nublados por la sospecha, pero Rose tenía 18 años de experiencia en tratar con el vampiro y le sostuvo la mirada sin pestañear hasta que con un suspiro se dio por vencido. Asintió, se puso en pie y tras posar un beso en su frente tan leve como el aleteo de una mariposa salió por la puerta. Rose lo siguió con la mirada hasta que se desvaneció en la penumbra del corredor. Un instante después Cecil asomó la cabeza, su rostro pálido y fantasmal parecía envuelto por un resplandor místico casi como una aureola.

"Te dije que tendrías pesadillas, pequeña rosa"-leyó que le decían sus labios sin voz.

Rose puso los ojos en blanco y con una sonrisa llena de picardía el inmortal se esfumó.

Lentamente la muchacha recorrió su dormitorio con la mirada, esperando encontrar consuelo en las viejas cosas conocidas como las estanterías repletas de libros o la bola de ropa del día anterior sobre una butaca, pero sus ojos resbalaron sobre un rostro desconocido que la observaba en silencio amparado en las sombras que dibujaba la noche en su alcoba. Su corazón dio un vuelco y durante un angustioso segundo temió que Marcus corriera de nuevo a su lado, porque ni siquiera el poderoso inmortal podría hacer nada contra aquella silenciosa presencia. Ni siquiera sería capaz de verlo como ella lo veía, sentado cómodamente en su antigua silla de mimbre en una esquina sin luz, impecable en su traje negro y cubriendo su incipiente calvicie con un anticuado bombín. Su rostro pálido e impasible fijo en ella, sus ojos calculadores midiéndola...

Rose cerró los ojos con fuerza y respiró hondo. Cuando volvió a abrirlos el hombre había desaparecido y en la esquina  se mecía sola la vieja silla de mimbre. Sintió miedo. Un miedo irracional. La acababa de visitar El Destino y todos sabían que una visita de El Destino nunca auguraba nada bueno. 

Un hada muerta le había echado los dados y la rueda del destino había empezado a girar.



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