-Ya no me importa lo que digas. Estoy cansada de escuchar tus insensateces- la voz lacónica, monótona, fría, carente de emoción. Todo una gran mentira.
-¿Entonces me perdonas?
Lilian pensó en cuanto le gustaría en ese instante fumar y lanzarle una bocanada de humo a la cara, o tal vez tirar la colilla a sus pies y aplastarla con el tacón de sus botas. Un gesto que valía más de mil palabras. Pero ni fumaba, ni usaba tacones; maldita fuera en aquellos momentos su sana y aburrida forma de vida. De modo que se conformó con darle la espalda y alejarse lentamente callejón abajo.
-Por supuesto que no-dejó que el viento arrastrara sus palabras hasta él, el viento de invierno frío como su corazón desencantado.
No se movió, nunca lo hacía, y ella continuó calle abajo hasta desaparecer de su vista. Metió las manos pálidas en los bolsillos del abrigo, hacía frío y las palabras se transformaban en vaho al acariciar el aire. Lo mismo ocurría con sus suspiros. Tal vez el amor también se evaporaba al ponerse en contacto con el frío de invierno.
Pensó que estaba cansada, cansada de todo, de las excusas baratas, de las palabras vacías y de las promesas rotas. Cansada de los sueños olvidados que en su corazón persistían, cansada del dolor cuasado por la indiferencia, cansada, tan cansada...
El viejo banco blanco del parque le dio la bienvenida como a un viejo conocido. Sentada alzó la vista al cielo encapotado y dejó que el frío viento lacerara sus mejillas. Era incapaz de recordar la razón por la que siempre terminaba volviendo a su lado, la razón por la que volvía a ilusionarse con promesas que sabía que olvidaría o citas a las que nunca acudiría. Era incapaz de recordar la razón por la que darle la espalda y alejarse le era tan doloroso, la razón por la que deseaba tenerlo junto a ella a pesar de haber escapado.
La tarde dio paso al anochecer y el frío continuó tomando posesión de su corazón poco a poco, el cielo encapotado permitió abrir una ventana a las estrellas y su falsa calidez. Ahora sentía frío dentro y fuera, en cuerpo y corazón. Una vez más el vaho robó su suspiro.
Y de pronto un abrigo se deslizó sobre sus hombros y una humeante taza de cartón apareció entre sus manos. No necesitó alzar el rostro para imaginar su sonrisa, esa sonrisa melancólica que no podía disfrazar su tristeza.
-Es chocolate como a ti te gusta. Porque el chocolate calienta el cuerpo y el alma.
Era cierto-pensó llevándose la taza a los labios y olfateando a regañadientes el espeso aroma del chocolate negro- el chocolate calentaba tanto el cuerpo como el alma. Era algo que siempre solía decir cuando lo bebía, y siempre que lo bebía sonreía.
"¿Te gusta mucho el chocolate, no?"-había preguntado él la primera vez.
"Sí, porque calienta el cuerpo y también el alma"-había respondido. Una única frase y él aún la recordaba.
Le había traído chocolate para calentar su alma helada. Aquel pequeño detalle era la razón-recordó-la razón por la que regresaba, la razón por la que dolía alejarse, la razón por la que lo amaba. Su amor estaba hecho de pequeños detalles, de las mínimas cosas que él siempre recordaba, de cada diminuta característica que él conocía de ella, mejor que nadie. Sí, su amor era como aquel chocolate, un cúmulo de pequeñas notas de comprensión, y como aquel chocolate era también amargo y dulce pero espeso; siempre calentaba el corazón.
¿Cómo podía olvidar las cosas obvias como una cita o una promesa, las cosas que todos recordaban, y sin embargo conocer los detalles más pequeños pero de algún modo más importantes? Los pequeños detalles que formaban su personalidad. Y aquellos eran los pequeños detalles que formaban la de él, la razón porque lo amaba, los pequeños detalles que lo hacían ser quien era. Cada vez que olvidaba esos pequeños detalles su corazón se congelaba en la tristeza y cada vez que lo recordaba de nuevo el frío se deshacía en lágrimas cálidas y vahos en forma de suspiro.
Después de todo lo amaba.
-¿Vamos a casa?- él le tendió la mano dubitativa, insegura.
Sin levantar la mirada podía imaginar sus ojos relucientes pintados de preocupación y miedo. Pero levantó la mirada para verlos, tal y como los recordaba, y con una sonrisa tomó su mano, grande y cálida contra el frío de invierno.
-Sí, vamos.
La sonrisa de alivio que bailó en sus labios era genuina cuando la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.
-Estás helada-murmuró preocupado- Cuando lleguemos a casa te prepararé un baño de espuma.
La calidez invadió su cuerpo, su pecho y su alma. No era cualquier chocolate el que calentaba el cuerpo y el alma, era solo el chocolate que él traía.