Sin saber como se había vuelto una costumbre.
Noche tras noche sentarse en la esquina más alejada del club, protegido por la semipenumbra, y sorber en silencio meditabundo una taza de café negro que se iba enfriando poco a poco, como su corazón a medida que pasaba el tiempo. Le gustaba contemplar las volutas de vapor desvanecerse como sus recuerdos sin que nadie derramara una lágrima por ellas.
Y el piano siempre estaba en su punto de mira. Oscuro, viejo, ajado, cansado... siempre esperando al amante que lo había abandonado y nunca regresaría a buscarlo. A medida que pasaban las horas solitarias y vacías sus pensamientos se iban confundiendo en torno a aquella única taza de café y se empezaba a preguntar si cuando miraba al piano no se veía a si mismo, si aquel instrumento que ya nadie tocaba no sería un reflejo de si mismo, un fantasma que se sentaba a acecharle siempre en aquella vieja esquina, para recordarle todo lo que había amado y todo lo que había perdido.
Al principio había intentado huir, escapar de su imponente presencia. Se había sentado noche tras noche dándole la espalda, deliberadamente pretendiendo ser un cobarde. Pero podía sentirlo allí detrás, esperando que volvieran a acariciar sus teclas, añorando los días de gloria en que la melodía nacía de sus fauces. Y le dolía. Imperceptiblemente sus manos se movían buscando unas teclas imaginarias que habían muerto y solo habitaban en su recuerdo. Quería tocar. Después de todo, o quizás a pesar de todo, la música era parte de si mismo, la innegable esencia de su alma, la sustancia de sus días... Pero lo que una vez había sido el sumun de la alegría ahora no era sino un muñón sangrante, doloroso, supurante de nostalgia. Ella se lo había robado todo, incluso su música, incluso su alma...
Y a pesar de que se había prometido no volver a tocar, estar frente a frente con aquel viejo piano abandonado y no acariciar sus teclas era tan doloroso como hubiera sido hacerlo. Lo añoraba. Lo amaba. Lo vivía. Era una parte de si mismo que no podría dejar morir hasta que él mismo dejara de existir y exhalara su último suspiro. Y aún así prefería continuar agonizando, compartiendo su silencioso dolor con el vaho de una taza de café y un piano sin nombre, que con las mágicas melodías que podían llegar a crear sus dedos, hacer danzar en su piel.
Hasta que un día un hombre cualquiera había tocado el piano, aquel viejo piano que era su compañero de infortunios. Joseph había sentido un dolor desgarrador en el alma al ver aquellos dedos que no eran los suyos deslizarse por sus teclas con torpeza, arrancando una melodía a trompicones que no lograba nunca sonar completa. A los oídos de un aficionado aquella música hubiera sonado bien, pero a los oídos de un maestro del piano era casi como un llanto, una llamada de auxilio de un camarada herido. Después de todo aquel piano era como un reflejo de si mismo, aguardando incansable el regreso del amante que lo había abandonado, y de pronto siendo acariciado por unos dedos inexpertos que no sabían de ternura... era como una infidelidad.
Sin percatarse, sus dedos se habían crispado conteniendo el urgente deseo de correr hacia el instrumento y reclamarlo como suyo, de bailar sobre sus notas y llorar juntos. Porque era tan doloroso ver otros dedos que no eran los suyos sobre su teclado, escuchar aquella canción que él no tocaba, aquel quejido, aquella súplica, aquella llamada... Y como un cobarde había huido. Había salido a toda prisa del club, tropezando con la puerta roja que tantas veces le había dado la bienvenida y bajando a trompicones la calle como un borracho, un hombre ebrio de dolor. Aquella noche por primera vez en muchos años había bebido, había bebido hasta caer rendido sobre el suelo de un apartamento vacío, hasta que sus dedos crispados dejaron de tocar las teclas de un piano imaginario...
Le había costado varias noches reunir el valor para regresar, temiendo volver a encontrarse con un pianista aficionado en su piano. Pero había vuelto empujado por la fuerza de la costumbre o tal vez porque aquel era su único refugio, el único lugar donde dejar descansar a su corazón roto.
La vieja puerta roja le había dado la bienvenida como cada noche y se había vuelto a sentar en su rincón apartado de cara al piano. El camarero de siempre, cuyo rostro no se había molestado en recordar, le sirvió sin una palabra su acostumbrado café. Y allí estaba ahora, dejando que las volutas de vaho se desvanecieran sin que sus labios bebieran ni siquiera un sorbo. Los ojos fijos en el piano, dolorosamente fijos en su viejo compañero de infortunios, que en silencio continuaba esperando.
Ni siquiera se dio cuenta. Como si sus pies se movieran por voluntad propia, se puso en pie y caminó despacio hacia el piano. Sus dedos se posaron sobre las teclas tentativos y temblaron. Presionó y nació una nota, luego otra y se juntaron en una melodía torpe y sin sentido. Algunas cabezas se volvieron a mirarle, unos pocos ojos buscaron el origen de la intromisión... pero pronto volvieron a sumergirse en sus asuntos. Aquello era lo bueno del Club de los Corazones Rotos, nadie te prestaba atención. Pero Joseph no se percató de nada, absorto como estaba en su piano. ¿Cuándo se había sentado? ¿Cuándo habían calzado sus pies los pedales? No lo sabía y no le importaba. Tan solo existían él y su instrumento, el mundo milagroso que su música creaba. Al principio sus dedos se movieron con la torpeza de quien no ha practicado en largo tiempo, con la inseguridad que dan el miedo y el dolor... pero poco a poco encontraron su ritmo, el latido que marcaba su corazón, y dejó fluir todas sus emociones, dejó que todos los recuerdos amargos y los pensamientos nostálgicos volaran de su conciencia, hasta quedarse a solas con su música y el mundo que nacía de ella. Su mundo, un mundo viejo que le sonaba nuevo.
Y sus sentimientos se desbordaron sobre las notas, sus dedos rompieron las ataduras y volaron sobre los sueños perdidos, creando sin darse cuenta el comienzo de una nueva melodía; la canción de un corazón abandonado.
Tiempo más tarde alguien la llamaría "Sonata para un piano solitario", pero aquella noche no era más que una melodía sin nombre en manos de un hombre que huía del pasado.