En mi tercer año de carrera Alex se licenció con éxito y logró su primer empleo. Cuando me pidió que viviera con él escuché campanas, como si estuviera a punto de cumplir el mayor sueño de mi vida. Estaba segura de que tenía toda la vida por delante y alguien con quien compartirla, que aquel era el primer paso hacia el resto de mis días. Como veis era poco más que una niña enamorada.
Alquilamos un pequeño ático en el centro de la ciudad. No puedo decir que fuera lujoso, ni siquiera pudimos amueblarlo nosotros ya que yo aún dependía del dinero que me mandaban mis padres cada mes y Alex acababa de dar su primer paso hacia la independencia. Pero aquel apartamentito de una sola habitación donde entrábamos poco más que los dos era nuestro nidito de amor, nuestro refugio y nuestro hogar. O eso creía yo. Durante aquel primer año experimenté un nuevo tipo de felicidad, una clase de amor especial, sereno, confortable y apacible como debe de ser una familia y un hogar. Me recreaba en las pequeñas cosas y encontraba alegría en los más nimios detalles como esperar estudiando sabiendo que pronto Alex llegaría, cuando oía sus pasos al otro lado de la puerta y saltaba a recibirlo cuando la llave giraba con un simpático clic en la cerradura. El aroma del café en las mañanas, el olor de su aftersave refrescando el baño, la fragancia de su piel en mis sábanas...Levantar la vista del libro que estaba leyendo y encontrarme con su mirada, resguardarme en sus brazos mientras veíamos la televisión, buscar con los dedos a mi lado y encontrar su mano...
Si ahora lo miro desde la distancia era una historia de amor bastante vana, pero para mí y me inexperiencia aquella sencillez era felicidad, aquellos momentos eran los que nos reivindicaban. Tal vez si hubiera mirado más allá o si hubiera querido mirar, si me hubiera quitado el filtro del amor, hubiera podido ver que vivía inmersa en mi propia fantasía, pero como siempre estaba demasiado absorta en mí misma y no fue hasta que la realidad me golpeó sin consideración que logré despertar de mi letargo. Y el regreso fue tan doloroso que aún hoy ando recogiendo los pedazos desperdigados de un corazón que se hizo añicos en un instante.
Aquella sería nuestra primera navidad juntos y quería que fuera especial, o así lo decidí yo. Tomé una decisión difícil pero de la que estaba segura no me arrepentiría: por primera vez en mi vida no regresé a casa por navidad. En vez de eso decidí quedarme junto a Alex y disfrutar del calor de nuestros corazones. En mi imaginación preparé una y mil veces una cena sencilla, prendí mil velas aromáticas y vi danzar las lucecillas de colores de un árbol de navidad...
Para que comprendáis mi sacrificio, lo mucho que aquello significaba para mí, debéis saber que siempre he amado la navidad. Las calles iluminadas de colores brillantes, los escaparates adornados con lucecitas y juguetes, los villancicos resonando en cada esquina, los primeros copos de nieve blanca, la emoción de comprar regalos y preguntarse si le gustarán a la otra persona, la anticipación de recibir regalos y el amor de quien los entrega... Sí, soy una romántica empedernida, siempre lo he sido, y lo he vivido hasta la médula, hasta que se desgastó la fantasía y se hizo añicos la ilusión.
Y llegó al fin el 24 de Diciembre y aunque Alex tuvo que trabajar y no regresaría a casa hasta la noche, no me importó. Al contrario, con toda la ilusión de una inocente recién casada me puse manos a la obra, dispuesta a celebrar la mejor nochebuena de la historia. Como veis nunca he sido demasiado exigente. Me pasé el día en la cocina, preparando platos que había visto hacer mil veces a mi madre pero que eran un mundo completamente nuevo para mí, hasta que logré una cena de la que enorgullecerme secretamente. Canté a media voz mientras montaba el árbol, adornaba la casa, ponía la mesa y prendía las velas. Y cuando terminé las preparaciones me senté frente al televisor a esperar que el tiempo pasara con el corazón ligeramente desbocado.
Hacia el anochecer me asomé a la ventana y vi que comenzaba a llover. Sin pararme a pensar me puse el abrigo, me calcé las botas, cogí el primer paraguas que tuve a mano y salí de casa casi a la carrera. Era el enorme paraguas rojo que Alex tanto odiaba porque decía que cada vez que lo llevaba parecía una mujer, y a pesar de todo, cuando paseábamos juntos siempre era él quien lo sostenía. Sonreí. Iba a buscar a Alex con aquel paraguas rojo, le iba a dar una sorpresa y le iba a resguardar de la lluvia , y aunque se quejaría con una mueca divertida me recibiría con los brazos abiertos, como siempre, y lo sostendría para mí.
Fuera la calle olía a navidad. Las luces de colores iluminaban a los trabajadores que se apresuraban a regresar a sus cálidos hogares, a los compradores tardíos que se demoraban eligiendo los últimos regalos, a los niños que cantaban villancicos pidiendo una limosna y a las parejas que corrían entre risitas y cuchicheos lejos de la lluvia.
Sonreí inconscientemente al ver a una pareja saliendo abrazada de un restaurante. La viva imagen del amor. Ella era alta y atractiva, como solo lo son las mujeres llenas de confianza en sí mismas, y vestía con la atrevida elegancia de los exitosos: unos altos zapatos rojos de tacón de aguja, unas medias oscuras y un ajustado minivestido negro bajo un largo abrigo blanco. El cabello le caía en ondas azabaches sobre los hombros y mangificaba la palidez de su tez impoluta. Pero sobre todo me llamaron la atención sus labios vestidos de carmín rojo que sonreían seductores a su pareja. Y él la sostenía por su cintura contra su pecho, la resguardaba de la lluvia con su larga gabardina y la miraba como solo saben mirarte los hombres enamorados, como si fuera la única en el mundo. La sonrisa se heló en mis labios.
La mujer se apartó suavemente de él y posó un beso de carmín rojo en sus labios, al principio suave y delicado, después hambriento. Y él le respondió con pasión. Ni siquiera tuvo que ponerse de puntillas como yo hacía cada vez que besaba a Alex. Sus labios se encontraron a la altura perfecta y conectaron como viejos conocidos que se reencuentran en las horas más secretas de la noche. Escuché por primera vez el sonido de un corazón que se quiebra. El mío. Porque aquellos labios que él besaba deberían haber sido los míos, aquel abrazo que la sostenía tendría que haberme rodeado a mí, aquella gabardina que la resguardaba debería de haber sido mi refugio y aquellos ojos que la miraban como si fuera la única mujer sobre la faz de la tierra tendrían que haberme mirado solo a mí.
El hombre alzó los ojos y nuestras miradas se encontraron. Hasta el día de hoy llevo grabado a fuego en la memoria el recuerdo de su cara sorprendida, hasta el día de hoy sigo analizando su expresión en busca de un ápice de culpa... Hasta el día de hoy me pregunto si lo que le hizo alzar la vista y encontrarse con la mía fue pura coincidencia, destino o la llamada agonizante de mi corazón al resquebrajarse.
Voló el paraguas rojo que tantas veces nos había refugiado y con él volaron las ilusiones, los sueños y las fantasías, voló la inocencia de un corazón puro, y el llanto y la lluvia empaparon su recuerdo.
Porque aquel hombre que me miraba con sorpresa, aquel hombre que protegía a otra mujer de la lluvia, aquel hombre que rodeaba a otra mujer por la cintura, aquel hombre que llevaba los labios teñidos por el carmín de unos labios que no eran los míos... aquel hombre era Alex.
Aquel 24 de Diciembre sería el primero y el último que pasaría a su lado. Una nochebuena que duró apenas un minuto, lo que tarda en romperse un corazón.
Aquella sería nuestra primera navidad juntos y quería que fuera especial, o así lo decidí yo. Tomé una decisión difícil pero de la que estaba segura no me arrepentiría: por primera vez en mi vida no regresé a casa por navidad. En vez de eso decidí quedarme junto a Alex y disfrutar del calor de nuestros corazones. En mi imaginación preparé una y mil veces una cena sencilla, prendí mil velas aromáticas y vi danzar las lucecillas de colores de un árbol de navidad...
Para que comprendáis mi sacrificio, lo mucho que aquello significaba para mí, debéis saber que siempre he amado la navidad. Las calles iluminadas de colores brillantes, los escaparates adornados con lucecitas y juguetes, los villancicos resonando en cada esquina, los primeros copos de nieve blanca, la emoción de comprar regalos y preguntarse si le gustarán a la otra persona, la anticipación de recibir regalos y el amor de quien los entrega... Sí, soy una romántica empedernida, siempre lo he sido, y lo he vivido hasta la médula, hasta que se desgastó la fantasía y se hizo añicos la ilusión.
Y llegó al fin el 24 de Diciembre y aunque Alex tuvo que trabajar y no regresaría a casa hasta la noche, no me importó. Al contrario, con toda la ilusión de una inocente recién casada me puse manos a la obra, dispuesta a celebrar la mejor nochebuena de la historia. Como veis nunca he sido demasiado exigente. Me pasé el día en la cocina, preparando platos que había visto hacer mil veces a mi madre pero que eran un mundo completamente nuevo para mí, hasta que logré una cena de la que enorgullecerme secretamente. Canté a media voz mientras montaba el árbol, adornaba la casa, ponía la mesa y prendía las velas. Y cuando terminé las preparaciones me senté frente al televisor a esperar que el tiempo pasara con el corazón ligeramente desbocado.
Hacia el anochecer me asomé a la ventana y vi que comenzaba a llover. Sin pararme a pensar me puse el abrigo, me calcé las botas, cogí el primer paraguas que tuve a mano y salí de casa casi a la carrera. Era el enorme paraguas rojo que Alex tanto odiaba porque decía que cada vez que lo llevaba parecía una mujer, y a pesar de todo, cuando paseábamos juntos siempre era él quien lo sostenía. Sonreí. Iba a buscar a Alex con aquel paraguas rojo, le iba a dar una sorpresa y le iba a resguardar de la lluvia , y aunque se quejaría con una mueca divertida me recibiría con los brazos abiertos, como siempre, y lo sostendría para mí.
Fuera la calle olía a navidad. Las luces de colores iluminaban a los trabajadores que se apresuraban a regresar a sus cálidos hogares, a los compradores tardíos que se demoraban eligiendo los últimos regalos, a los niños que cantaban villancicos pidiendo una limosna y a las parejas que corrían entre risitas y cuchicheos lejos de la lluvia.
Sonreí inconscientemente al ver a una pareja saliendo abrazada de un restaurante. La viva imagen del amor. Ella era alta y atractiva, como solo lo son las mujeres llenas de confianza en sí mismas, y vestía con la atrevida elegancia de los exitosos: unos altos zapatos rojos de tacón de aguja, unas medias oscuras y un ajustado minivestido negro bajo un largo abrigo blanco. El cabello le caía en ondas azabaches sobre los hombros y mangificaba la palidez de su tez impoluta. Pero sobre todo me llamaron la atención sus labios vestidos de carmín rojo que sonreían seductores a su pareja. Y él la sostenía por su cintura contra su pecho, la resguardaba de la lluvia con su larga gabardina y la miraba como solo saben mirarte los hombres enamorados, como si fuera la única en el mundo. La sonrisa se heló en mis labios.
La mujer se apartó suavemente de él y posó un beso de carmín rojo en sus labios, al principio suave y delicado, después hambriento. Y él le respondió con pasión. Ni siquiera tuvo que ponerse de puntillas como yo hacía cada vez que besaba a Alex. Sus labios se encontraron a la altura perfecta y conectaron como viejos conocidos que se reencuentran en las horas más secretas de la noche. Escuché por primera vez el sonido de un corazón que se quiebra. El mío. Porque aquellos labios que él besaba deberían haber sido los míos, aquel abrazo que la sostenía tendría que haberme rodeado a mí, aquella gabardina que la resguardaba debería de haber sido mi refugio y aquellos ojos que la miraban como si fuera la única mujer sobre la faz de la tierra tendrían que haberme mirado solo a mí.
El hombre alzó los ojos y nuestras miradas se encontraron. Hasta el día de hoy llevo grabado a fuego en la memoria el recuerdo de su cara sorprendida, hasta el día de hoy sigo analizando su expresión en busca de un ápice de culpa... Hasta el día de hoy me pregunto si lo que le hizo alzar la vista y encontrarse con la mía fue pura coincidencia, destino o la llamada agonizante de mi corazón al resquebrajarse.
Voló el paraguas rojo que tantas veces nos había refugiado y con él volaron las ilusiones, los sueños y las fantasías, voló la inocencia de un corazón puro, y el llanto y la lluvia empaparon su recuerdo.
Porque aquel hombre que me miraba con sorpresa, aquel hombre que protegía a otra mujer de la lluvia, aquel hombre que rodeaba a otra mujer por la cintura, aquel hombre que llevaba los labios teñidos por el carmín de unos labios que no eran los míos... aquel hombre era Alex.
Aquel 24 de Diciembre sería el primero y el último que pasaría a su lado. Una nochebuena que duró apenas un minuto, lo que tarda en romperse un corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario