Eva había nacido en una ciudad sin estrellas. A pesar de que nunca las había visto su padre le hablaba a menudo de ellas.
"Son velas que iluminan el cielo nocturno"- solía decir.
Eva no lo comprendía. El cielo de su ciudad siempre era gris, cubierto por una nube oscura de contaminación que nunca se disipaba, ni en el más caluroso de los días. A veces, al mediodía en pleno verano, el sol asomaba tímidamente entre el estrato de polvo que parecía siempre adherido al aire y la niña se sorprendía admirándolo.
"Es como una naranja grande y redonda en el cielo"- solía pensar en voz alta.
Y su padre se reía.
"Si te gusta el sol te hubieran encantado las estrellas"- decía- "Son como millones de soles en la noche solo que muy lejanas y pequeñas"
Y aunque no lo comprendía (¿quién iba a querer iluminar el cielo con velas teniendo farolas, lámparas y bombillas?), Eva sonreía. Sonreía porque le gustaba imaginarlo, fantasear con un cielo adornado por millones de diminutos soles. Pero sobretodo, sonreía porque aquellos eran los únicos momentos cuando su padre sonreía.
Desde la ventana de la habitación de hospital donde su padre residía tampoco se veían las estrellas. Eva a menudo lo sorprendía contemplando el cielo con nostalgia, con aquel semblante gris que hacía juego con la monotonía de su ciudad, como esperando algo que nunca volvería. Y día tras día veía morir la esperanza en el rostro de su padre, cada vez más cansado y ceniciento, se estaba apagando como las estrellas que Eva jamás había visto se habían consumido en el cielo.
"¿Por qué está papá siempre tan triste?"- le preguntó una vez a su mamá.
Su madre era una mujer que siempre tenía una sonrisa amable, pero sus ojos estaban velados por la misma nube contaminada que el cielo de la ciudad.
"Porque ya no quedan estrellas en el cielo"- le contestó con aquella sonrisa triste de siempre.
Eva no lo comprendía. ¿Por qué necesitaba alguien las estrellas? Ella vivía perfectamente feliz sin nunca haberlas conocido.
"¿Y para qué necesita papá las estrellas?"- inquirió.
"Para pedir un deseo"- repuso su madre.
"¿Para pedir un deseo?"- repitió la niña incrédula.
Y su madre sonrió, de verdad, con una sonrisa que iluminó sus ojos e incluso disipó la niebla que siempre los tapizaba.
"¿No lo sabes? Las estrellas conceden deseos"- le dijo.
"¿Conceden deseos? ¡Yo también quiero pedirles uno!"- exclamó.
El rostro de su madre mantuvo la sonrisa, pero sus ojos volvieron a apagarse.
"Pero ya no hay estrellas"- le recordó.
"¡Pues entonces las traeré de vuelta!"- decidió Eva con convencimiento y salió corriendo antes de que la mirada triste de su madre le extinguiera la esperanza.
Durante días y días buscó la forma de revivir las estrellas. Buscó en internet, en libros y enciclopedias, incluso preguntó a sus profesores, pero ninguno tenía la respuesta. Poco a poco comenzó a desesperarse. ¿Cómo podía traer de vuelta las estrellas? De pronto un día encontró la respuesta donde menos la esperaba.
"¿Si no puedes traerlas de vuelta porque no las creas nuevas?"- le preguntó un amigo cuando le contó sus problemas.
"Es imposible crear las estrellas"- pensó Eva con sorna desestimando la idea.
Pero durante largas noches aquellas palabras no abandonaban sus pensamientos. ¿Y si podía crear las estrellas? ¿Cómo podía hacerlo?
Y entonces lo recordó, las palabras favoritas de su padre: "Son velas que iluminan el cielo nocturno"
Si tan solo pudiera colgar velas del cielo... ¿Pero cómo?
Pasó días enteros, eternos, buscando la solución, hasta que un día de improviso dio con ella. Pero necesitaría personas, decenas y decenas de personas, para poner su plan en marcha. Sin embargo, no permitió que eso la desanimara después de haber llegado tan lejos. Y empezó a hacer correr la palabra.
"Creemos un cielo de estrellas"- decía a conocidos y desconocidos por igual, en la calle, en el colegio, en el polideportivo, en el hospital...
Así llegó la noche indicada. Y para su sorpresa llegaron, primero de 10, después 20, luego 30... más y más y más personas. Y Eva comprendió que todos ellos querían ver estrellas en el cielo. Los había de todas las formas y edades: niños, jóvenes, adultos y ancianos... obreros y empresarios... casados y solteros... padres, hijos y abuelos... Todos allí para devolver a la noche sus estrellas.
Se pusieron manos a la obra, creando lámparas de papel de colores e inscribiendo sus deseos con tinta que arrastraba la esencia de sus sueños.
"¿Cuál es tu deseo?"- le preguntó su madre con la sonrisa más hermosa que Eva jamás había visto, una que parecía resplandecer más que todas las imaginarias estrellas de la noche.
"Es un secreto"- contestó Eva- "He oído que si los deseos se dicen en voz alta no se hacen realidad"
Su madre asintió con aquella sonrisa que la iluminaba como el sol y sin insistir continuó garabateando en una de las paredes de la lámpara. Eva contuvo su deseo de mirar y en vez de ello se concentró en su propio rotulador.
"Deseo que mi papá sea feliz"- escribió en el papel de la lámpara.
Y con eso prendió la pequeña vela que adornaba el pie de la linterna y con ojos desmesurados contempló sus paredes inflarse y la vio ascender lentamente hacia el cielo. Una a una, decenas de lámparas cobraron vida a su alrededor y siguieron a la suya en su camino de regreso a la noche. Y Eva admiró anonada por primera vez la belleza de un cielo repleto de estrellas. Y cada estrella portaba al menos un deseo. Y entonces lo comprendió al fin, la importancia de las estrellas, y que no estaba viendo un cielo repleto de ellas sino un cielo alumbrado de esperanza.
Aquella noche, la sonrisa no abandonó los ojos de su madre y su padre vio desde la ventana del hospital por primera vez estrellas. Y al día siguiente cuando Eva corrió a visitarlo su rostro estaba iluminado por la esperanza.
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