"¿Nunca os habéis preguntado por qué hay tanto viento siempre en los corredores de la escuela? Son los pasos de los fantasmas. Fantasmas de los niños muertos."- comienza Miguel a contar la historia.
Lo hace con tono lúgubre, en la semipenumbra del cuarto de las escobas. Siempre se le ha dado muy bien contar cuentos y de todos, los de terror son sus favoritos.
Cinco pares de ojos lo miran atentamente, bebiendo de cada una de sus palabras. Estamos apretujados unos contra otros en la diminuta alacena, entre mopas, fregonas y trapos de polvo. El olor a lejía es penetrante, pero no nos importa, somos niños y la emoción de lo secreto y lo prohibido nos excita. Podríamos vivir solo de la imaginación.
Miguel ha traído una pequeña linterna que ha robado a su padre y el débil haz de luz le ilumina el rostro dándole un aspecto fantasmagórico, como los niños muertos de su historia. Las sombras bailan en torno a sus facciones y despiertan ilusiones en nuestras mentes hiperactivas.
Marian, mi mejor amiga, y yo nos miramos y compartimos una sonrisa cómplice. Siento su mano sobre la mía, la suya fría y la mía cálida. No nos decimos nada, no hace falta. Marian es muy tímida y no habla frente a otros niños, yo respeto su silencio, igual que los pasos de viento de los pasillos.
Y Miguel continúa relatando su historia...
"Cuenta la leyenda" - recita con dramatismo su frase favorita- " Que hace no muchos años en esta misma escuela había una niña. Era una niña solitaria y tímida. Cada tarde, al terminar las clases, jugaba en el patio con los otros niños hasta que se ponía el sol. Uno a uno los niños se iban despidiendo cuando sus padres venían a buscarlos y al final la niña siempre se quedaba sola. Dicen que la veían sentada triste y sola en el banco de la entrada, hasta que su madre al fin venía a recogerla. Pero aquel día no vino nadie a por ella. La niña esperó y esperó sin que nadie la recogiera. Y esperó y esperó y esperó. Cuentan que al día siguiente encontraron su cuerpecillo frío y muerto aún sentado esperando en el banco. Desde entonces la niña aún sigue esperando que alguien venga a por ella y a veces para no aburrirse juega con otros niños y se los lleva con ella. Por eso cuidado con los pasos de viento que escuchas en las escaleras, son los niños jugando, jugando mientras esperan..."
La puerta de la alacena se abre de improviso con un chirrido acusador y sobresaltados dejamos escapar un grito estridente. La cara malhumorada del bedel asoma por el resquicio.
- ¡Qué demonios hacéis aquí, mocosos! Este no es lugar para jugar.- exclama.
Soltamos un nuevo chillido que se ahoga en nuestras risas infantiles cuando nos ponemos de pie de un salto y echamos a correr. Nos dispersamos, tratando de escapar del enfado del hombre.
Sin soltarnos de la mano Marian y yo corremos y reímos hasta que nos duele el costado. Al menos a mí me duele. Nos detenemos al llegar a la escalera y le indico con un dedo que guarde silencio mientras nos acuclillamos escondidas tras una columna. Aguzo el oído pero no escucho nada, ni los pesados pies del bedel ni los pasos de viento de los niños muertos.
Solo la voz de mi madre que grita mi nombre.
Es hora de ir a casa.
Miro a Marian con tristeza y ella asiente en silencio como a diario. Ella es siempre la última en irse a casa.
Con una rápida despedida salgo a toda prisa a recibir a mamá. Un instante antes de llegar me vuelvo hacia la puerta y sacudo el brazo en alto diciendo adiós a Marian que me observa desde la entrada.
- ¿A quién saludas, cariño?- pregunta mamá con curiosidad.
- A mi amiga- respondo sonriente y mamá mira con extrañeza la puerta pero Marian ya se ha ido.
En su lugar hay solo silencio pero si aguzo el oído me parece escuchar pasos de viento que se alejan.