Yace dormida,
eternamente dormida,
yace blanca y fría.
eternamente altiva,
yace en el lecho
de una despedida.
Yace expuesta
tras una vidriera,
yace solemne,
silente y derecha,
yace dormida,
eternamente dormida,
en el lecho de madera
de una despedida.
Yace como una muñeca,
una escultura
cincelada en cera,
yace con sus manos entrelazadas
y un crucifijo con cuentas,
yace la carcasa
de quien una vez era.
Yace rodeada de rosas,
cada flor una memoria,
yace tras una vidriera
dormida,
eternamente dormida,
en el lecho de madera
de una despedida.
Y al otro lado de la cristalera
la contempla un hombre,
un padre y marido,
en mi recuerdo un gigante,
ahora un titán vencido,
enjuto y dolorido,
casado a un recuerdo,
un tiempo que se ha ido.
Y al otro lado de la cristalera
la lloran tres hijos,
eternamente niños,
eternamente niños.
La mayor la más entera,
siempre fue la más madura,
lleva la pena enarbolada,
un estandarte de quien fuera,
las raíces en el pasado,
los pies en el presente
y los ojos en el mañana.
La mediana se deshace
en llanto,
llanto y pena,
lleva un peso a sus espaldas
que en lágrimas desecha,
el lamento,
el lamento,
solo ella sabe cuánto pesa.
Y el menor entumecido
por el dolor
parece erguido,
pero su corazón se tambalea,
aún es niño,
aún es niño,
pero a ser adulto juega.
Su mirada ausente,
su semblante inexpresivo,
es traicionado por las manos
que salen a buscarla,
que rozan el vidrio,
el vidrio que los separa
buscando inconsciente
una abertura a través de ese velo,
el velo que nunca se rasga,
entre los muertos y los vivos
un velo en el limbo
que precede a una despedida.
Y ella...
yace dormida,
eternamente dormida,
yace blanca y fría.
eternamente altiva,
yace en el lecho
de una despedida.